domingo, 9 de agosto de 2009

Carlos Alberto Montaner:Las bases de la ira





Reaccionaron ferozmente.
El presidente Álvaro Uribe y el Departamento de Estado estadounidense anunciaron la utilización conjunta de siete bases militares colombianas. Inmediatamente, Hugo Chávez, Fidel Castro, Rafael Correa, Evo Morales y Daniel Ortega comenzaron a chillar.

Uribe era un traidor y la presencia militar estadounidense una amenaza para el continente. Fidel, que se nos ha vuelto un viejito lírico, como de bolero, escribió algo sobre “siete puñales”. La pintoresca “banda de los cinco” perteneciente al socialismo del siglo XXI se sentía en peligro. Celso Amorim, el canciller brasileño, siempre equívoco y generalmente dañino, también masculló sus críticas.

La dosis de cinismo e hipocresía que encierra este episodio es antológica. Nadie pareció preocuparse cuando Chávez, hace unos meses, dijo que pensaba crear 20 bases militares en Bolivia. Ningún país latinoamericano denunció su amenaza militar a Honduras tras la brusca remoción del poder de Manuel Zelaya.

Súbitamente, se olvidaron las bases soviéticas en Cuba, entre ellas la mayor del planeta, dedicada al espionaje electrónico, y los 40.000 militares de ese país que llegaron a residir en la Isla durante los peores momentos de la Guerra Fría.

Hay que admitirlo humildemente: el antiamericanismo parece ser una pulsión ideológica mucho más fuerte que la preocupación por el destino de una sociedad como la colombiana, amenazada por la peor pandilla de asesinos del mundo. Ningún país latinoamericano jamás le ha ofrecido ayuda a Colombia, en su agónica lucha contra los narcoterroristas de las FARC o del ELN. Por el contrario: los documentos ocupados a los cabecillas colombianos muertos en combate o detenidos, demuestran la complicidad con las guerrillas comunistas de notables miembros de los Gobiernos de Ecuador, Venezuela y Brasil.

Amigos de las FARC. Los generales venezolanos Cliver Alcalá y Hugo Carvajal, nada menos que el jefe de inteligencia militar, encabezaban los contactos con las FARC, en representación de un Chávez empeñado en otorgarles el carácter de “beligerantes legítimos” a unos delincuentes que viven del narcotráfico y la extorsión. El exministro ecuatoriano Gustavo Larrea y el alto funcionario José Ignacio Chauvín, personalidades muy cercanas al presidente Rafael Correa, un gobernante curiosamente convencido de que “no hay nada malo en ser amigos de las FARC”, desempeñaban un papel parecido. Mientras tanto, el brasileño Marco Aurelio García, consejero áulico de Lula da Silva y su hombre de confianza (luego separado del cargo por un episodio de corrupción), también le daba diversas formas de ayuda diplomática y política a la sanguinaria banda armada.

La verdad es que Uribe tiene que buscar la solidaridad estadounidense porque sus “hermanos” latinoamericanos se la niegan y sus vecinos intentan hundirlo. Y ni siquiera se trata de una actitud nueva. Hace unos años, en tiempos de Pastrana, cuando Washington y Bogotá anunciaron el Plan Colombia para asistir militarmente al país, sus vecinos también protestaron. Les traía sin cuidado que miles de colombianos fueran secuestrados o asesinados por las narcoguerrillas comunistas o por paramilitares. Lo único que parecía preocuparles es que el conflicto se expandiera fuera de las fronteras colombianas, algo que ya había sucedido, dado que no hay actividad más globalizada que el tráfico de drogas y esa era la principal fuente de recursos de las FARC, el ELN y los hoy felizmente desbandados paramilitares.

Países míopes. Por supuesto, estos revitalizados vínculos militares entre Estados Unidos y Colombia no están fundados en la solidaridad moral, sino en una evidente coincidencia de intereses. Para los dos países, el narcotráfico es un enemigo formidable. Colombia quiere erradicarlo porque es la savia de la que se nutren las guerrillas narcoterroristas, mientras Estados Unidos, que comenzó su lucha para evitar que millones de drogodependientes estadounidenses tuvieran acceso a estas sustancias, hoy lo combate, fundamentalmente, porque los carteles de la cocaína ya operan en 209 ciudades estadounidenses y se han convertido en una amenaza para la seguridad del país cien veces mayor que la vieja y familiar mafia siciliana.

Es asombroso que las genuinas democracias latinoamericanas se preocupen por la presencia militar estadounidense en unas bases colombianas, y no adviertan que los dos grandes peligros para la supervivencia de las libertades en el continente surgen del espasmo intervencionista del chavismo y de las bandas de narcotraficantes que operan en el continente, dos fenómenos fuertemente vinculados. Es muy triste que el único aliado real de Colombia sea Estados Unidos, pero así son las cosas. América Latina, sencillamente, es un mundo de gobiernos indefensos, incapaces de percibir los peligros que acechan, y mucho menos de formular una estrategia defensiva colectiva. Así nos va.