martes, 8 de septiembre de 2009

El verdugo de los ojitos lindos






Septiembre 8, 2009



Cuando el tenientico frustrado asume la representación de su mentor corrobora la pobreza de espíritu que embarga a todos los acólitos de mandamás. Sólo basta escucharlo para confirmar las profundas carencias de un grupo de adocenados obsecuentes, incapaces de expresar una idea sin acudir a la repetición mecánica del arsenal retórico que pone a su disposición el susodicho.



Ni una idea, ni mucho menos un argumento propio, o al menos un atisbo de autonomía intelectual son capaces de parir los muchachos y muchachas de los mandados que ha llevado a posiciones de poder. La regla es infalible y así, mientras más obtusos y obsecuentes, mejor calificados para ser canciller, presidenta de la Asamblea Nacional o ministro de coyuntura, intercambiable según los caprichos y las circunstancias.

Pero no sólo se trata de la incapacidad para desarrollar en la práctica un programa o ejecutar un plan, que, al fin y al cabo, no interesa porque la suprema finalidad no consiste en hacer obra, (aquí lo importante es transmitir la sensación de que ésta se concreta aunque la realidad diga lo contrario), sino de explotar las debilidades de unos colaboradores que por una u otra causa resultan vulnerables y por tanto dependen de una sola, única y todopoderosa voluntad.

Es el caso del tenientico “de los ojitos lindos” (cada vez más escondidos en los pliegues de la grasa, de las ojeras y del sectarismo), considerado en tiempos pasados el sucesor natural del rey caribe, craso error, monumental equivocación y loca alucinación porque aquí no hay delfines que valgan y el mandato es eterno, hasta que la muerte (esa escuálida para la cual todavía no encuentra manera de neutralizar) diga todo lo contrario.

Por eso su triste papel en cualquier tipo de elección (primero las internas del partido y luego la paliza con la cual lo revolcó un muchachito pequeño burgués a quien le tiene el ojo puesto) placen al gran dispensador, quien, en el fondo, prefiere perder una gobernación importante, antes que convertir a sus adulantes más cercanos en potenciales rivales mareados por los efectos del voto popular.

Así, después de la derrota lo recogió en el peor momento de su depresión, lo colocó en la cúspide de la burocracia (premio de consolación) e hizo de él su verdugo particular. El hombre que cierra radios (y pretende hacer lo mismo con los canales de televisión), el perseguidor de gobernadores, el terror de las multitudes, el liquidador de la empresa privada, el jefe de los grupos paramilitares, el próspero propietario de toda clase de bienes, el gran segundón sometido y bien alimentado, nunca irá más allá del territorio que su amo le delimita y terminará convertido en el pararrayos del gobierno y en el hombre más odiado, después, claro está, del siempre invicto jamás vencido.

Roberto Giusti
El Universal / ND