martes, 1 de junio de 2010

Cubazuela




En las últimas semanas el sector privado ha sufrido la expoliación sistemática de los frutos de su productividad. Todos los venezolanos han visto con estupor y mucha preocupación cómo llegan los funcionarios a los depósitos de las empresas, cómo detienen gandolas llenas de alimentos, y bajo un conjunto de supuestos falaces proceden a su requisición. El modus operandi que se repite como un patrón especialmente oprobioso es que la decisión se impone sin posibilidad de apelación alguna, dentro de una gramática del poder en la que lo más vistoso es el uso desproporcionado de la fuerza y la ausencia de cualquier signo de respeto por el debido proceso y los derechos humanos que la legalidad debería amparar.

El gobierno nacional ha aducido dos excusas para proceder contra los derechos de propiedad de los venezolanos. La primera es la razón de la soberanía alimentaria. Y la segunda la insuficiencia de abastecimiento de la red oficial de comercialización. Si estas son las causas que originan la conducta, ambas son especialmente falaces. La inmensa fragilidad del abastecimiento nacional es el producto de la recalcitrancia y obcecación que ha demostrado el gobierno al mantener un enfoque económico errado en sus concepciones y desgraciado en sus resultados. Pero para entender cuál es sentido de lo que está ocurriendo, al error ideológico hay que añadirle una dramática condición en los sentimientos que mueven a los que dirigen al país. El fracaso los ha hundido en la desazón y el rencor. Este gobierno envidia de la empresa privada la solución que ésta puede dar al problema de la productividad, con los incentivos que solamente al amparo del lucro se pueden proporcionar en el trato a proveedores y clientes. De allí el contraste que se observa en los resultados entre la propuesta pública de abastecimiento y la que todavía en medio de tantos problemas mantiene la sociedad a través de sus emprendedores. La red pública es tan precaria como lo son sus premisas económicas y organizacionales, llenas de falsos supuestos sobre lo que mueve al talento y expande la competitividad.

Los controles han desembocado en la obstaculización de la empresa privada. Pero si bien esto es importante, porque no hay sociedad moderna sin un sistema de mercado cuyo protagonista fundamental sea la empresa, lo es con carácter mucho más superlativo por el impacto que estas conductas tienen en las relaciones sociales. Las vías de hecho y el uso indebido de la fuerza que está a disposición del poder legal, ponen en entredicho las bases esenciales de la convivencia social, que a través de la invocación de una “legalidad legítima”, pretende poner límites a las ganas de avasallar que siempre tienta al poderoso, y coloca al débil en posibilidad de exigir que se le respeten sus derechos humanos. Esto es lo que realmente está en juego.

Los derechos de propiedad y la libertad que tiene cualquier persona de dedicarse a la actividad económica que más le guste están siendo apaleados por una conducta gubernamental indecente y primitiva. Los gobiernos tienen atribuciones y potestades limitadas explícitamente en la Constitución, a ellos deberían atenerse. También tienen deberes muy precisos. El gobierno debe garantizar la prosperidad del país y no expoliarla. El gobierno debe apoyar el emprendimiento nacional, no frustarlo y perseguirlo.

Pero la condición para un gobierno limitado y respetuoso de las leyes y derechos es que también se practique la democracia con el conjunto de prevenciones que con mucha razón los liberales tienen contra el poder. El poder es una tentación constante contra el decoro y la modestia propios de un régimen republicano. El poder debe tener pesos y contrapesos que impidan un ejercicio tiránico del gobierno con todas las secuelas de angustia que hoy padecen los venezolanos.

Un país sin Estado de Derecho y cuyo gobierno crea estar por encima de la Constitución que juró defender se degrada hasta la opresión, la indignidad y el hambre. El modelo más cercano de una relación tan primitiva es Cuba, país de gente muy desgraciada que vive para que un gobierno tiránico se mantenga al mando. Y aunque pactamos un modelo muy diferente, el gobierno quiere embaucarnos hasta llegar a ser lo mismo que hoy por hoy es esa isla antillana. Frente a esa pretensión, la última trinchera es nuestro parque de empresas, a las que hay que defender porque ellas son la última esperanza que tiene nuestra libertad.

Víctor Maldonado C