por Mary Anastasia O'Grady
Mary Anastasia O’Grady es editora de la columna de las Américas del Wall Street Journal.
Probablemente no fue mucho después de que todos fuéramos expulsados del paraíso que Brasil comenzó a soñar con convertirse en un país serio y un actor de peso en el escenario internacional. Ahora, justo cuando parecía que el eterno sueño de Brasil estaba a punto de convertirse en realidad, el presidente Luiz Inácio Lula da Silva está arrancando una derrota de las fauces de la victoria.
Tal vez Brasil esté ganando cierto respeto en el frente económico y monetario, pero cuando se trata de liderazgo geopolítico, Da Silva trabaja horas extra para preservar la imagen del país que es como un niño resentido del Tercer Mundo.
El ejemplo más reciente de cómo Brasil no está preparado para jugar en la primera división de la política internacional primera se produjo la semana pasada, cuando votó en contra de las sanciones a Irán en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Turquía fue el único socio de Brasil en este embarazoso ejercicio. Pero Turquía por lo menos puede culpar a la complejidad de sus raíces musulmanas. Lula está echando por la borda la reputación de Brasil en pos de su propia gratificación política.
Brasil defendió su voto en la ONU al esgrimir que las "sanciones probablemente conducirán al sufrimiento del pueblo de Irán y servirá a quienes, en todos los lados, no quieren que prevalezca el diálogo". Si se la analiza, esa declaración es vacía. Las sanciones están dirigidas, no contra los civiles, sino contra las ambiciones nucleares y de proliferación de misiles iraníes. En cuando al "diálogo", debería ser obvio a esta altura que lo que el presidente iraní Mahmoud Ahmadinejad necesita es un poco menos de conversación.
Si Brasil consideró que su voto correspondía una postura de principios en defensa de lo correcto, sin dudas se dio rápidamente por vencido. Tras criticar las sanciones, rápidamente anunció que las acataría. Esto sugiere que quizás tenga algo de consciencia sobre los decrecientes retornos de su disparatada política exterior.
El Partido de los Trabajadores de Lula es de la izquierda dura, pero nadie debería confundirlo con uno de bolcheviques comprometido. Lula es meramente un político inteligente que salió de las calles y ama el poder y las limusinas. Como el primer presidente del Brasil proveniente del Partido de los Trabajadores tiene que balancear las cosas útiles que aprendió sobre los mercados y la disciplina monetaria con la ideología de su base.
Su respuesta a este dilema ha sido usar a su ministerio de relaciones exteriores —donde una burocracia del servicio exterior genéticamente izquierdista es dirigida por el intelectual notoriamente anti-estadounidense y anticapitalista Celso Amorim— para bruñir sus credenciales de izquierda. Con su amistad con los "no alineados" como escudo, ha logrado mantener las ideologías colectivistas al margen de la economía.
Pero la reputación de Brasil como un líder entre las economías emergentes se ha visto muy dañada. Para satisfacer a la izquierda, a Lula le pidieron que defienda y eleve a sus héroes, quienes son algunos de los más flagrantes violadores de derechos humanos del planeta.
Un repaso de su presidencia de dos períodos revela una tendencia hacia defender a déspotas y detractores de la democracia. El represivo gobierno iraní es sólo el ejemplo más reciente. También está el apoyo incondicional de Lula a la dictadura de Cuba y la de Hugo Chávez en Venezuela. En febrero, Cuba permitió que el disidente político Orlando Zapata se muriera de hambre la misma semana que Lula llegó a la plantación de esclavos en la que se ha convertido la isla para codearse con los hermanos Castro. Cuando la prensa le preguntó por Zapata, Lula descalificó su muerte como uno de los muchos que hicieron huelgas de hambre en la historia que el mundo ignoró. Obviamente nunca escuchó hablar del militante irlandés Bobby Sands.
Lula también ha respaldado a Chávez, que destruyó las instituciones democráticas en su país y colaboró con las narcotraficantes Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Un Brasil maduro hubiera usado su influencia para encabezar una iniciativa contra este terrorismo auspiciado por el Estado. Pero en el análisis de costo-beneficio político de Lula, las víctimas de la violencia de las FARC no cuentan.
Los hondureños no tuvieron mucha mejor suerte. Brasil pasó buena parte del año pasado intentando obligar a su país a reinstalar al depuesto presidente Manuel Zelaya, que había sido removido por el gobierno civil por violar la Constitución. Las acciones de Brasil, incluyendo conceder refugio a Zelaya en la embajada brasileña durante meses, crearon enormes problemas económicos para los hondureños.
La semana pasada, la secretaria de Estado estadounidense Hillary Clinton pidió readmitir a Honduras en la Organización de Estados Americanos, al señalar que el país celebró elecciones y regresó a la normalidad. Brasil se opuso. "El regreso de Honduras a la OEA debe estar ligado a medios específicos para asegurar la re-democratización y el establecimiento de derechos fundamentales", indicó el viceministro de Relaciones Exteriores de Brasil, Antonio de Aguiar Patriota. Nota a Brasil: ¿no se refieren a Cuba?
Brasil celebrará elecciones presidenciales en octubre y aunque Lula se irá de su cargo con un alto nivel de popularidad, no está garantizado que la candidata del Partido de los Trabajadores se beneficie de esto. Así que ahora le da una carnada a la base del Partido al darse la mano con Ahmadinejad y votar contra el Tío Sam.
¿Funcionará? Mucho dependerá de si los brasileños que consideran que desperdicia la prominencia emergente del país superan a los que respaldan el baile de Lula con los déspotas. Lo que está claro es que, como advirtió el ex presidente de Brasil Fernando Henrique Cardoso, las políticas internacionales de Lula hacen que Brasil "se pase de bando" y no está nada de claro si los brasileños están de acuerdo.